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Foto: Kyle Johnson

La matanza en Putumayo: cocaleros ciudadanos y “operaciones legítimas” *

Kyle Johnson, Ángela Olaya y Juanita Vélez

17/Abril/2022

La operación militar en la vereda del Alto Remanso, en el bajo Putumayo, en la que murieron civiles, incluida una mujer embarazada- es una muestra más de que las comunidades cocaleras sí conocen al Estado, pero a través de sus formas más coercitivas y, con bastante frecuencia, violadoras de los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario (DIH). Esto, desafortunadamente, no es nada nuevo.

Tampoco es nueva la justificación de la “legitimidad” de la operación por parte del Ministro de Defensa, Diego Molano, quien hasta ahora se ha mantenido en que el operativo no fue “contra inocentes indígenas, sino narcococaleros”. Agregó, “defendemos a los colombianos”, lo cual implica que los campesinos cultivadores de coca en el Alto Remanso no son colombianos y que hay que proteger a los verdaderos ciudadanos de ellos.

Este desconocimiento de los cocaleros como ciudadanos colombianos es de vieja data, especialmente en Putumayo. La lucha por ser reconocidos como ciudadanos colombianos empezó en los años 80, cuando los habitantes se organizaron para pedir servicios públicos. Lo mismo ocurrió en los 90, durante las marchas cocaleras, en las que exigían que el Estado no solo llegara con el aparato militar (y en esa época, paramilitar) sino con educación, salud, alternativas económicas y respeto por los derechos humanos, como explica muy bien la antropóloga María Clemencia Ramírez.

En ese momento, la Fuerza Pública y el gobierno central los veían simplemente como criminales sin derechos y como miembros civiles de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La realidad es que el control de la guerrilla era mucho más ambiguo y fue resumido perfectamente por un manifestante en 1996: “salimos voluntariamente obligados”. Es decir, los manifestantes en sí estaban en contra de la fumigación, pero al mismo tiempo las FARC los obligaron a protestar.

Luego, en 2006, después de que la arremetida paramilitar debilitara fuertemente al movimiento campesino del bajo Putumayo, se unieron representantes de la mayoría de los municipios del departamento para presentar un plan colectivo de sustitución de cultivos, en otro ejercicio que fue mucho más allá del desarrollo alternativo, y buscaba exigir que tuvieran los mismos derechos y beneficios de cualquier ciudadano colombiano.

En la actualidad, este mismo trasfondo de las exigencias de las comunidades cocaleras del Putumayo se ve en sus iniciativas que hacen parte del programa de desarrollo con enfoque territorial (PDET); y las esperanzas puestas, en su momento, en el Programa Nacional Integral de Sustitución de cultivos ilícitos (PNIS).

Además, esta lucha histórica explica porqué los cocaleros en esa zona del país – entre muchas otras – han pedido polideportivos, apoyo para la educación y mejor infraestructura de salud (y calidad de su servicio), entre varias otras necesidades que no siempre tienen que ver con el puro balance económico entre los cultivos legales y los de uso ilícito.

Es que vivir de la coca, o dejar de vivir de ella, no es un asunto simplemente económico: es uno de quién cuenta como ciudadano colombiano, quién no y qué significa serlo. Tampoco convivir con un grupo armado a la fuerza significa automáticamente que uno sea miembro de ese grupo ni un blanco legítimo de la violencia estatal ni de otro grupo armado ilegal.

Tanto en el pasado como actualmente, este es un matiz perdido por el Estado y algunos medios. El Ministro de Defensa actual se mostró incapaz de separar cocalero del narcotráfico; civil que tiene que convivir con el grupo armado con un miembro del grupo armado; y por ende, civil que tiene derechos, merece protección y que sí es colombiano.

Es una mirada que también desconoce el comandante del Ejército, el general Eduardo Zapateiro, quien salió a justificar la muerte de la mujer embarazada y el menor de edad en Alto Remanso porque había “una reunión cocalera, bazar, cómo les quieras llamar, pero allá estaban negociando coca porque en la madrugada se fue toda la parte de la coca que ya habían negociado…”. En otras palabras, vender pasta de coca – como hacen la gran mayoría de familias cocaleras, incluso en eventos comunitarios – ya las iguala a miembros de un grupo armado, legítimas de matar, así sean civiles, lo cual no es cierto.

Es más, realmente tampoco se puede hablar de una “necesidad militar” – que según el DIH permite la afectación de civiles por la importancia del blanco o la ventaja militar de un operación – pues alias Bruno, el blanco de la operación, no figura entre los líderes de los Comandos de la Frontera, según el mismo Ejército, ni parece que haya un conflicto armado entre la Fuerza Pública y este grupo armado.

La justificación de la operación en el Alto Remanso por parte del Ministro de Defensa y algunos militares ni siquiera es volver a una visión antigua de los cocaleros como criminales por fuera de la ley, por fuera de la Constitución, por fuera de un mundo de derechos, porque esta visión nunca desapareció del todo dentro de la clase política a través de los años. Por ejemplo, al referirse a las circunscripciones especiales para la paz en 2018 y 2017 respectivamente, las senadoras María Fernanda Cabal y Paloma Valencia dijeron que en estas regiones mandaban guerrillas, narcos y criminales, para justificar su rechazo hacia ese proyecto de ley para evitar la representación igualitaria de los ciudadanos de estas regiones del país, un derecho fundamental en la democracia.

Hay que romper con esta visión del cocalero como un actor tan fuera de la ley que no tiene derechos ni es un ciudadano colombiano. La mejor estrategia para quitarle el poder a los grupos armados ilegales es integrar las regiones cocaleras no solo económicamente sino políticamente, reconociendo que allá viven colombianos con derechos humanos que hay que respetar y garantizar.

En este sentido, el debate sobre la operación militar en Alto Remanso sí se trata de la legitimidad: pero no sólo la de la operación según el DIH, sino también la de un Estado que por tanto tiempo les ha dicho a los cocaleros que no son ciudadanos colombianos.

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