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Kyle Johnson
Marzo/2021
Año tras año se repite entre medios de comunicación y altos funcionarios la creencia de que el narcotráfico y los grupos armados en Colombia son dos caras de la misma moneda. Y si bien el vínculo es estrecho, amalgamar los dos fenómenos no es más que una conclusión apresurada. ¿Cómo detener la retahíla y replantearnos la forma en que entendemos el rol de las drogas en el conflicto colombiano?
Hace un poco más de veinte años, Paul Collier y Anke Hoeffler, economistas del Banco Mundial, propusieron un argumento radical para el análisis de las guerras civiles: los grupos rebeldes no están motivados por ideologías (grievances) sino por una cosa más sencilla: la plata (greed).
Esta tesis generó una ola de análisis de diferentes conflictos y actores armados en todo el planeta –especialmente en África–, que también incluía a Colombia. El conflicto armado en el país, y en particular las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), se convirtieron en un frecuente objeto de análisis para poner esta visión a prueba.
Numerosos estudios encontraron que, en efecto, la tesis de Collier partía de una dicotomía falsa. En realidad, muchos de los grupos armados en el mundo han mantenido una línea ideológica al tiempo que manejan recursos financieros impresionantes, incluso las FARC. Collier tuvo que ajustar su argumento y al final quedó en que los grupos armados simplemente necesitan recursos financieros para hacer su guerra. Las finanzas representan una variable necesaria, pero no suficiente.
En Colombia, el debate sobre las tesis de Collier se ha enfocado en el narcotráfico y sus efectos en la violencia, los actores armados y el propio conflicto, que a lo largo de los años ha sufrido varios cambios profundos: la desmovilización de los paramilitares y la consecuente creación de diferentes grupos armados herederos de los mismos; el acuerdo de paz con las FARC, firmado en 2016; la génesis de las comúnmente llamadas “disidencias” de esa guerrilla, y la política de Seguridad Democrática, entre otros.
Al mismo tiempo, el narcotráfico también ha cambiado. En muchos lugares del país se ha consolidado la atomización y especialización de numerosos actores que juegan papeles específicos en el negocio ilícito. Los inversionistas de bajo perfil, que a menudo viven en las ciudades y no tienen ningún contacto con la droga ni con los químicos, son cada vez más centrales. La producción de cocaína ha subido y bajado drásticamente hasta la actualidad, cuando se produce la mayor cantidad en la historia del país.
La relación entre narcotráfico y conflicto armado es polifacética y no se presta para grandes conclusiones generales. Varía según la época, el actor, la geografía y el eslabón del negocio ilícito de que se trate. Pensar que “todo ocurre por el narcotráfico” es una simplificación casi grosera que obstaculiza la búsqueda de soluciones duraderas para la superación de la violencia política en el país.
Aunque parezca obvio, cabe resaltar que son dos fenómenos que se traslapan y se entrelazan, pero no son lo mismo. Por ende, pensar que la política de seguridad contra el conflicto armado puede ser la misma política antinarcótica –como lo planteó el recién fallecido ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, para justificar la fumigación– es perezoso y contraproducente, en el mejor de los casos.
El Combustible y la doble causalidad
El conflicto armado colombiano ha sido uno de los más largos en el planeta, en parte gracias al narcotráfico, que ha servido de combustible para los grupos armados ilegales. En él encontraron una fuente de finanzas para comprar más y mejores armas, y para pagarles mejor a sus miembros. Al final de la guerra fría, varios grupos rebeldes de América Latina vieron que el apoyo financiero de la Unión Soviética, entonces ya disminuido, se acababa del todo, lo cual propició los procesos de paz que los disolverían. No obstante, la pérdida del apoyo soviético no fue la única razón de su fin. Por ejemplo, en El Salvador, el FMLN había lanzado dos ofensivas para tumbar al gobierno, que no fueron exitosas; la primera en 1981 y la segunda en 1989. En Guatemala, los intentos de negociar la paz datan de los años ochenta y también estaban vinculados a cambios políticos, entre ellos el fin de la guerra fría.
Mientras tanto, en Colombia, el narcotráfico ya aseguraba algunas finanzas para los grupos paramilitares y en particular a las FARC. Pero ese no es el único factor que explica la continuación de la guerra desde los noventa hasta la actualidad. Por un lado, los grupos armados ilegales han tenido otras fuentes importantes de financiación: la extorsión masiva, incluso a empresas multinacionales, y el secuestro, crimen que fue convertido en una “industria” por las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), para mencionar solamente las dos guerrillas principales del conflicto. Las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), por su parte, también se apoderaron del Estado en varias regiones, y de las rentas que provenían de los contratos.
Al mismo tiempo, las condiciones sociales, políticas y económicas que habían causado y alimentado el conflicto –la desigualdad, la falta de acceso a tierras (empeorada por la contrarreforma agraria de los paramilitares), el cierre del espacio político tras el aniquilamiento de la Unión Patriótica y una institucionalidad estatal bastante débil si no ausente en muchas zonas del país, aparte de la ausencia o incapacidad de la fuerza pública en esos lugares– contribuyeron a la continuidad del conflicto con las FARC y el ELN después de la terminación de la guerra fría, y hasta la actualidad, en el caso del segundo grupo.
Algunos han argumentado que, de forma cíclica, el narcotráfico ha permitido la continuidad del conflicto, y a su vez, este ha contribuido a la continuidad del narcotráfico. En su libro Y refundaron la patria... De cómo mafiosos y políticos reconfiguraron el Estado colombiano, la alcaldesa Claudia López afirma que los cultivos de coca son el “resultado de las necesidades de la financiación pari passu con el escalonamiento del conflicto y la expansión del conflicto armado”. Lo cierto es que, aunque la causalidad cíclica a nivel general puede tener bastante fuerza argumentativa, al analizar los diferentes casos y momentos, la relación no siempre es sencilla.
El argumento, así explicado, implica que los actores armados en general han tenido un papel directo al imponer los cultivos de coca en el país para aprovechar la plata que de ellos extraen. En algunas zonas se puede decir que es así, como en la zona rural de Tumaco, donde después del Plan Colombia las FARC impulsaron un proceso de colonización para que hubiera coca en la región. En 2019, un líder campesino del Guaviare me comentó que la disidencia del Frente Primero, instalada en el sur del departamento, ha promovido el cultivo de coca en los municipios de Calamar y Miraflores. Y el año pasado, en el Catatumbo, un experto en narcotráfico me aseguró que son los grupos armados los que en muchos casos prestan la plata a campesinos para que siembren coca.
Pero en otras zonas, el papel de los actores armados ha sido –o fue– menos directo. Al controlar el territorio y permitir y regular el narcotráfico, simplemente dejaron que llegaran miles de personas para participar de alguna forma en el negocio, sin el incentivo directo. La colonización cocalera del Bajo Putumayo fue algo permitido por las FARC, pero no necesariamente la promovieron de forma directa, pues puede haber una diferencia entre darles órdenes a las comunidades creadas durante los auges cocaleros y promover la participación en el negocio a beneficio del grupo armado. Lo mismo se podría decir del Guaviare en las décadas de 1970 y 1980.
La violencia
Diferentes autores también afirman que el narcotráfico ha generado un aumento en la violencia en Colombia, incluso después del proceso de desmovilización de las AUC entre 2003 y 2006, y del acuerdo de paz con las FARC en 2016. Hay razón para pensarlo: los municipios con una economía cocalera tienden a tener mayores tasas de homicidios que los que no la tienen. Sin embargo, no está claro si el mecanismo causal es el negocio ilícito en sí u otro.
Medir esta tesis en diferentes niveles muestra lo compleja que es. Por ejemplo, a nivel país, no existe una clara relación entre la cantidad de cocaína producida o el número de cultivos de coca y el grado de violencia vinculada al conflicto armado. Durante las negociaciones de paz con las FARC, se redujeron diferentes formas de violencia mientras la producción de cocaína tenía un aumento histórico.
Adicionalmente, este argumento puede confundir la existencia de los grupos armados –explicable en parte por las finanzas del narcotráfico– y su uso de la violencia. Después de la firma del acuerdo de paz con las FARC, han aparecido numerosos grupos alzados en armas, principalmente disidencias de las FARC. Varios de ellos se han disputado los territorios y espacios en las estructuras de poder, vaciados por la dejación de armas de esa guerrilla, lo que explicaría mejor los niveles de violencia.
Tumaco, Putumayo, Cauca y Guaviare son buenos ejemplos. La violencia en Tumaco, particularmente en la cabecera por la que pasan varias rutas del narcotráfico, aumentó durante 2017 y 2018 porque uno de los grupos armados que opera en la parte urbana del municipio acusaba a otro de ser culpable de la muerte de su primer comandante y de haberlo “sapeado”. Aquel torrente de violencia siguió hasta diciembre de 2018, cuando llegaron a un acuerdo. A primera vista, sería una guerra por el narcotráfico, pero una mirada más profunda muestra un escenario más complejo.
Putumayo presenció un aumento de los cultivos de coca desde antes de la firma del acuerdo de paz con las FARC. Poco después de la dejación de armas, los niveles de violencia estuvieron bastante bajos en ese departamento. Fue luego, en 2019, cuando empezó la disputa entre el Frente Carolina Ramírez, presente sobre todo en el Medio Putumayo, y la Mafia 48, en el Bajo Putumayo. Entonces la violencia empezó a arreciar.
Por otro lado, los municipios de Argelia y El Tambo, en el departamento del Cauca, han sido epicentros del narcotráfico por casi veinte años: cultivos de coca, laboratorios para pasta y hasta numerosos “cristalizaderos”, donde se convierte la pasta de coca en cocaína. Desde allí se pueden traficar drogas hacia los municipios de Guapi, Timbiquí y López de Micay, e incluso hacia el océano Pacífico. Los niveles de violencia, según la correlación coca-violencia, deberían ser muy altos. Sin embargo, los dos brotes más duros han sido entre 2006 y 2009, y de 2019 hasta la actualidad. En el primer momento, el ELN y Los Rastrojos se juntaron para luchar contra las FARC, y en el segundo se ha dado un conflicto entre el ELN y una disidencia de las FARC.
En algunos lugares del Guaviare, como aquellos a orillas del río Inírida y el Vaupés, la vida gira alrededor de los cultivos de coca. En varios pueblos, el gramo de pasta de coca se usa como moneda cuando el efectivo escasea. También existen numerosos laboratorios de pasta de coca y cristalizaderos, cuya producción se trafica por los ríos hacia Venezuela y Brasil. Sin embargo, la violencia es casi nula: es poco común que se den desplazamientos forzados, homicidios causados por los actores armados o violencia sexual, aunque es cierto que el control de la vida social es muy fuerte. Aquí, aunque hay narcotráfico, la violencia es bastante baja.
En Colombia es común creer que cuando un actor armado somete a la población civil a altos niveles de violencia, debe ser porque solo está interesado en la plata y el narcotráfico. Sin embargo, esta es una simplificación que la evidencia no apoya tan categóricamente. Esa violencia puede darse en el contexto de una disputa o puede ser utilizada para hacer cumplir una serie de reglas impuestas por el grupo armado1. Al mismo tiempo, la violencia puede ser una herramienta para generar terror, independientemente de las metas del agente que la causa. Incluso, como el investigador sueco Michael Jonsson y yo afirmamos en un trabajo previo al encontrar diferentes tipos de violencia que el Frente 48 de las FARC ejercía contra distintos blancos, según su percepción del riesgo bélico que enfrentaba y el perfil del comandante local, esta puede responder a las percepciones de los grupos armados sobre la amenaza militar que enfrentan.
Motivaciones
Se podría argumentar que las disputas son por el control de las rutas del narcotráfico y, por ende, que la violencia realmente es ocasionada por el narcotráfico. Sin duda, esto hace parte de la motivación de los líderes de los grupos armados hoy en día, pero tampoco explica todo lo que ocurre.
Cinco temas claves se deben tener en cuenta ante este argumento. En primer lugar, el papel del narcotráfico como motivación no es igual para todos los actores armados del país, y no se podría decir que todos cuentan con un accionar ideológico. Según un texto de Francisco Gutiérrez Sanín y Elisabeth Wood, un grupo armado tiene ideología si se cumplen estos requisitos: 1) manifestar su defensa de un sector de la población más allá del grupo mismo; 2) identificar los desafíos y quejas de ese sector de la población; 3) expresar objetivos relacionados con la superación de esos desafíos, y 4) tener algún plan de acción para lograrlo. Es decir, se requiere por lo menos de una visión de cambio hacia el futuro. Simplemente poder interpretar el presente a través de un lente político-ideológico no es suficiente. Mientras el ELN tiene, según esta definición, una ideología que influye en sus estrategias, aparte de sus intereses económicos y políticos, un grupo como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), vinculado sobre todo al crimen organizado, no parece buscar superar los problemas de la población de las regiones donde opera.
En segundo lugar, es importante diferenciar los motivos de los comandantes de los grupos armados y los miembros rasos, que suelen ser bastante diferentes. Los líderes pueden tener motivaciones ideológicas, como ocurrió con las cúpulas del ELN y las FARC en su momento, o principalmente económicas, como las de alias Macaco o Don Berna, en las AUC. Los rasos, sin embargo, se unen al conflicto por una mayor variedad de razones, las cuales incluyen falta de oportunidades laborales, redes de amistades, atracción por las armas, afinidad con la ideología del grupo y búsqueda de venganza, entre otras.
En tercer lugar, el narcotráfico no es la única economía ilícita en el país. La minería ilegal, el tráfico de combustible, la tala ilegal de madera y la extorsión también son centrales en los portafolios de los actores armados. Por tanto, el narcotráfico es solo una parte de una realidad mucho más enrevesada en términos de motivos económicos.
En cuarto lugar, las motivaciones de los grupos armados pueden cambiar a través del tiempo. En Colombia es común argumentar que la guerrilla empezó con una ideología clara, pero que a través del tiempo –y debido al narcotráfico– se fue corrompiendo. Es posible que lo mismo ocurra hacia el futuro con grupos como las disidencias de las FARC, pero de forma inversa: aunque pareciera que por ahora no tienen una ideología y sus intereses principales son económicos, pueden ir desarrollando una visión del cambio político en la medida en que consolidan su control territorial y van construyendo una base social (así lo manifestó Francisco Gutiérrez Sanín en respuesta a una presentación que hice en 2019 sobre violencia, gobernanza y grupos armados en el Pacífico).
Finalmente, pensar en lo ideológico versus lo criminal también es una falsa dicotomía. Los grupos armados tienen múltiples intereses y motivaciones, no mutuamente excluyentes. Sin embargo, la falta de una ideología sí podría indicar que el grupo armado en cuestión cabría en la categoría de crimen organizado o de los “señores de la guerra”, no en la insurgencia o la guerrilla.
Poder político local
En las zonas de producción de coca y cocaína, el control territorial de los grupos armados ilegales tiende a ser bastante fuerte. Ese control permite que el negocio funcione, en parte porque los actores armados pueden proveer algo de protección al negocio y porque tal control territorial a menudo los convierte en una autoridad cuya permisividad frente a diferentes actividades ilegales los vuelve, en efecto, “legales”.
También, en muchos de estos lugares la economía y la sociedad locales dependen del narcotráfico para sus ingresos (el académico que mejor ha trabajado este tema en Colombia es Gustavo Duncan, especialmente en su libro Más que plata o plomo, publicado por Debate en 2014). Es más, hay sitios tan aislados en Colombia que es difícil imaginar que allá la vida fuera posible sin la coca. Dado que el narcotráfico requiere de un actor con capacidad de violencia para regularlo y así funcionar, se genera una situación en la que la sociedad local depende del grupo armado para su bienestar económico.
Sin embargo, el control territorial es fluido y la violencia no es suficiente para establecerlo. Por lo tanto, los grupos armados –incluso los criminales– deben responder a ciertas exigencias de la sociedad local para lograr la colaboración necesaria y sobrevivir, o si no, corren el riesgo de que los habitantes busquen echarlos directamente o a través de otro grupo armado. Por ende, no solamente mantienen la economía (ilegal) local, sino que también proveen un tipo de protección y orden, resolviendo las disputas de los pobladores, entre otras cosas. Así logran el control territorial político, que fortalece los lazos de la dependencia creada por la regulación o participación en el narcotráfico.
Esto todavía ocurre hoy en día. Sentado en una mesa, en la esquina del parque principal de un corregimiento en la zona rural de Tumaco, un comandante de una disidencia de las FARC me dijo:
–Si yo no traigo orden, ¿quién lo hará? –mientras exigía el homicidio de un drogadicto que no había seguido sus instrucciones de irse del pueblo.
En otro caserío en ese municipio, al preguntarle a una lideresa qué haría la gente si el gobierno entrara a fumigar, ella decía simplemente que “buscaríamos a Guacho para que nos protegiera”. Se trataba del comandante del Frente Oliver Sinisterra, una disidencia de las FARC en Nariño, que fue dado de baja en una operación militar en diciembre de 2018.
En un corregimiento rural del Guaviare, vi a un comandante de la disidencia del Frente Primero resolver una pelea entre dos familias que habían acordado correr los linderos de sus fincas para así abrir una trocha entre las dos. Una familia lo hizo, la otra no, por lo que le pidieron al comandante que arreglara el asunto. En otro pueblo del Guaviare, un habitante me contó cómo la población local no quería que él abriera una tienda ahí. Fue adonde el comandante regional de la disidencia, quien le dijo que mientras él respetara las reglas del pueblo podía trabajar ahí. Poco después recibió pasta de coca como forma de pago por unas cervezas.
En El Plateado, un corregimiento de Argelia, Cauca, que vive directamente de la coca –pues es el único cultivo que se ve en las montañas desde el pueblo–, algunos habitantes me decían en 2018 que era gracias a la guerrilla –en ese momento el ELN– que no había delincuencia ni robos en el pueblo.
Ese mismo tipo de control político lo hacían las AUC en las zonas donde se habían asentado. Actualmente, las AGC también llevan a cabo estas acciones de proveer orden o resolver disputas en lugares como Córdoba y Chocó, donde además argumentan que protegen del ELN a las comunidades.
Así, los grupos armados logran convertir en control territorial, y muchas veces en legitimidad, su papel en el narcotráfico, lo cual contribuye a la continuidad del negocio y del conflicto.
Una política mal pensada
El recién fallecido ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, argumentaba que la lucha contra el narcotráfico, definida por él como la lucha contra los cultivos de coca, es la mejor manera de acabar con los grupos armados y por ahí derecho con todo el conflicto armado en el país. Se basaba en la idea de que los actores armados necesitan de finanzas para sobrevivir, y que atacar sus fuentes de rentas es la mejor manera de acabar con ellos. También utilizaba este argumento para tratar de justificar la fumigación de cultivos ilícitos en el país. Sin embargo, este texto ha dado varias pistas de por qué la realidad no es así de sencilla.
Tales políticas les brindan mayor legitimidad a los actores armados, pues las comunidades involucradas en los cultivos ilícitos pueden buscarlos para pedirles protección frente a la acción del Estado. Esto traería, a su vez, un mayor riesgo de violencia, incluyendo atentados contra las unidades de erradicación o contra los militares y la policía en general. También aumentaría el uso de las minas antipersonas para frenar la erradicación, con un gran costo humanitario.
Actualmente, los grupos armados tienen otras fuentes de financiación con las que podrían reemplazar el narcotráfico, pero es un tema complejo. Hay una variedad regional importante y no todas las economías ilegales son iguales. La minería ilegal, según algunas estimaciones, da más dinero que el tráfico de drogas, pero el oro es un recurso finito. La minería ilegal además solo se puede desarrollar donde hay minerales; la del oro, en particular, se realiza en Antioquia, Chocó, Cauca, Caquetá y Nariño principalmente. El tráfico de combustible, oro y coltán en la frontera con Venezuela ya financia a diferentes actores armados, aunque con la devastadora situación en el país vecino la disponibilidad de gasolina para traficar ha disminuido impresionantemente en los últimos años. Sin embargo, en diferentes enclaves cocaleros como Putumayo, el Pacífico nariñense, los municipios de Argelia y El Tambo en Cauca, e incluso en Catatumbo, es difícil imaginar un conflicto tan intenso como el actual sin el narcotráfico.
De cualquier forma, actividades como la erradicación forzada o la fumigación son extremadamente inefectivas. Optar por estas políticas para acabar con los cultivos ilícitos –y así debilitar a los grupos armados y disminuir la violencia– simplemente será un esfuerzo sin fin, que no logrará cumplir el inverosímil objetivo de erradicar por completo la coca, la marihuana y la amapola.
En esencia, la política antinarcóticos no es una política de seguridad. En estas últimas uno de los puntos centrales debe ser la protección de la población civil, elemento que no hace parte de la política antinarcóticos. Es más, la erradicación forzada y la fumigación llevan la idea implícita de que los campesinos cocaleros son simples criminales que merecen un tratamiento como tales. No es así.
Finalmente, Holmes Trujillo no proponía superar las causas detrás de la siembra de los cultivos ilícitos. Algunas de ellas –la falta del acceso a la tierra y un desarrollo económico insuficiente– también han alimentado el conflicto armado. Es otro vínculo entre este y el narcotráfico. Sería mucho más fructífero abordar estos problemas de frente si Colombia quiere algún día lograr la paz.
* Texto publicado originalmente en El Malpensante Edición 226
1 Para un ejemplo reciente, véase Human Rights Watch, 2020, “The Guerrillas Are the Police”: Social Control and Abuses by Armed Groups in Colombia’s Arauca Province and Venezuela’s Apure State, en https://reliefweb.int/sites/reliefweb.int/files/resources/colombia0120_web.pdf.
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