Foto: Luis Robayo/AFP/Getty Images 2018
Kyle Johnson
16 de febrero de 2025
El presidente Gustavo Petro ya suspendió las negociaciones con el ELN por sus ataques crueles y violentos en Catatumbo, que han dejado más de 53.000 civiles desplazados, otros 31.000 confinados y al menos 50 muertos (probablemente muchos más), entre ellos cinco firmantes de paz.
Muchas voces que comentaron en medios sobre esa decisión expresaron que estaban de acuerdo y que el ELN simplemente no tiene voluntad de paz. Algunos también afirmaron que desde el comienzo del proceso de negociación se sabía que esta guerrilla no tenía ninguna voluntad de paz.
Si este grupo armado tiene una voluntad de paz (o una voluntad “real” de paz, como a menudo se dice en el debate público) o no, es un tema de debate constante en los procesos de negociación con él. El gobierno de Petro, por ejemplo, suspendió el proceso con el ELN en septiembre del año pasado después de su ataque contra una base militar en Puerto Jordán, Arauca, que mató a dos militares e hirió a más de 20; dijo que para retomarlo esperaba “una manifestación inequívoca de la voluntad de paz”. Incluso Iván Duque, antes del atentado del ELN en la Escuela de Cadetes de la Policía en Bogotá en enero del 2019, había afirmado que esta guerrilla no tenía “voluntad de paz”.
La violencia en Catatumbo, el anuncio de un nuevo paro armado en el Chocó y los problemas en la mesa hasta ahora hacen políticamente inviable la continuación de la negociación con el ELN. En parte porque en este momento la guerrilla no tiene suficiente voluntad de paz frente a sus demás intereses como para negociar un acuerdo que sí sea aceptable políticamente para la sociedad colombiana.
Ahora que el tema de la voluntad de paz del ELN está en el centro del debate, quizás sea útil profundizar en qué es la voluntad de paz en general y por qué es un tema mucho más complejo que lo se suele discutir en público. También es importante analizar algunas particularidades del ELN que hacen que este tema sea aún más difícil de manejar y qué hacer ahora que la negociación con ellos está suspendida.
Es común escuchar que en un proceso de paz es fundamental saber si la contraparte tiene “voluntad de paz” o no. Eso es cierto, pero a menudo este argumento se basa en una visión demasiado simplista del tema: a veces se presume que la voluntad de paz es una cosa binaria, se tiene o no se tiene. Esto, a su vez, tiene una implicación importante: que cuando no se tiene, no hay ninguna voluntad y cuando sí se tiene, la voluntad es total.
Pero esto no es así. Por varias razones, la voluntad de paz probablemente nunca es absoluta por parte de ningún actor, legal o ilegal, que participe en un proceso de paz. En primer lugar, esta idea se basa en un argumento de Julián Arévalo, experto colombiano en procesos de paz y participante en la negociación con las Farc-EP en La Habana. Ningún grupo armado llega a una mesa de paz con una cohesión perfecta. Esto significa que dentro de cualquier grupo existen intereses y posturas diversas, incluidas algunas que rechazan el proceso, lo que hace improbable que su “voluntad” de paz sea total.
En segundo lugar, algunos estudios académicos señalan que una negociación aumenta la probabilidad de que se dé una fragmentación de un grupo armado, incluso en varios momentos del proceso. Esto significa que la resistencia interna a la paz por parte de actores armados —al comienzo, durante o al final de una negociación— podría considerarse un aspecto inherente de negociar.
Si esto es así, entonces una meta en la mesa de negociación debería ser lograr el mayor grado posible de voluntad por parte de todas las partes involucradas. Esto resalta un aspecto del tema que rara vez se discute en el debate público: la voluntad de paz es dinámica. Su nivel varía con el tiempo y está influenciado por múltiples factores, como los hechos de violencia (especialmente si existe un acuerdo de cese al fuego o de hostilidades), la presión de actores externos y la percepción de las partes sobre el momento específico del conflicto.
Quizá la mejor prueba de esta naturaleza cambiante sea la alta tasa de fracaso de los procesos de paz. En cada uno de esos casos, en algún momento existió cierta voluntad, pero con el tiempo dejó de ser suficiente para sostener la negociación.
Todo esto plantea una pregunta clave en torno a otro argumento sobre la voluntad de paz: para que una negociación sea viable, ¿los actores deben tener una voluntad clara de paz desde el inicio? Según esta visión, los gobiernos deberían verificar este factor durante la fase secreta o exploratoria.
El problema con esta aproximación es que rara vez los actores de una negociación tienen una voluntad de paz definida al comienzo, o incluso antes de iniciar el proceso. En ese punto, la confianza entre las partes suele estar en su nivel más bajo, las intenciones del otro aún son inciertas y la violencia en el campo de batalla sigue pesando en las decisiones. Todo esto reduce la posibilidad de que cualquiera de las partes llegue con una voluntad firme a una fase exploratoria.
Sin embargo, esto no significa que, si no se verifica una voluntad inicial clara, la negociación deba abandonarse. Existen otras consideraciones. Primero, una estrategia de negociación bien diseñada puede fortalecer la voluntad de la contraparte a lo largo del proceso, por ejemplo, mediante medidas de construcción de confianza. Por esta razón, muchas negociaciones comienzan con algún tipo de cese de hostilidades o alto al fuego.
En segundo lugar, los incentivos para negociar pueden existir y desempeñar un papel clave en que las partes se tomen en serio la negociación. El conflicto puede estar en un punto de “maduración”, en el que ninguna de las partes puede alcanzar sus objetivos mediante la guerra; puede surgir la percepción de que una paz beneficiosa es posible; un actor externo puede ejercer presión para que las partes dialoguen; o, incluso, pueden “alinearse los planetas”, es decir, coincidir varios factores que empujen a los actores hacia la paz. En teoría, las partes pueden responder a estos incentivos sin necesidad de tener una voluntad clara desde el inicio.
Por último, es fundamental considerar que la voluntad de paz de un actor depende, en parte, de la calidad de esa paz. Un buen ejemplo es el ELN: si una negociación con esta guerrilla se centra únicamente en su desmovilización sin cambios estructurales, su voluntad de paz será prácticamente nula. En cambio, si el proceso incluye la participación de la sociedad para definir transformaciones en los territorios, es más probable que su disposición a negociar sea mayor.
Complejizar el debate sobre la voluntad de paz no implica, en absoluto, justificar el accionar del ELN en el Catatumbo ni otorgarle un cheque en blanco para continuar negociando bajo cualquier circunstancia. En este momento, una mesa con el ELN es políticamente inviable, y el grupo ha demostrado que otros intereses pesan más que la paz en su agenda.
Aun así, analizar el comportamiento del ELN en sus negociaciones permite identificar otros factores que influyen en la voluntad de paz e incluso en los incentivos para negociar (o no), lo que evidencia la complejidad del tema. Por ejemplo, el hecho de que la supuesta falta de voluntad de paz del ELN haya sido una razón recurrente para el fracaso de procesos previos resalta la importancia de considerar esos intentos pasados al evaluar futuras negociaciones. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿vale la pena negociar con un grupo cuyos procesos de paz han fracasado precisamente por su falta de voluntad para llegar a un acuerdo? Y si la respuesta es sí, entonces, ¿cómo negociar con el ELN?
Un aspecto clave de esta guerrilla es que la paz no es su prioridad número uno. Esto es atípico en los grupos insurgentes, que generalmente persiguen una de dos grandes metas: derrocar un Estado central o dividir un país para establecer su propio territorio. Para alcanzar estos objetivos, recurren a las armas y, en consecuencia, deben evaluar continuamente el estado de su guerra.
Esta dinámica implica que, en algún momento, se cuestionen si deben continuar luchando o explorar una salida negociada. Abandonar la guerra suele significar buscar algún tipo de paz, lo que para muchos grupos es una pregunta existencial. La paz implica dejar las armas, el elemento que los diferencia de los movimientos políticos civiles, por lo que esta es, con frecuencia, una de sus decisiones más trascendentales.
Sin embargo, el ELN se distingue de otras guerrillas en dos aspectos fundamentales: su objetivo no es ni derrocar el Estado ni dividir el país para fundar uno propio. En su discurso, su lucha se basa en lo que llaman “resistencia armada”, cuyo propósito (en teoría) es proteger a las comunidades de un Estado opresor y de sus aliados paramilitares, quienes –según su narrativa– buscan explotar o desplazar a la población para apropiarse del territorio en beneficio de una élite económica, tanto nacional como internacional.
Esta diferencia marca un contraste fundamental entre el ELN y otras guerrillas. Mientras que estas últimas pueden o no alcanzar sus objetivos en la guerra –pues muchas veces fracasan en su intento de derrocar al Estado–, el ELN, en cambio, cumple su meta simplemente al mantenerse en armas.
Este punto es clave en relación con uno de los incentivos “clásicos” para negociar la paz: la madurez de un conflicto. Un conflicto se considera maduro cuando ninguna de las partes puede lograr sus objetivos mediante la violencia, lo que las lleva a buscar una salida negociada. Aquí radica la complejidad del caso del ELN: dado que su existencia misma en la guerra cumple su propósito, es extremadamente difícil que concluya que el conflicto está maduro y, por lo tanto, que vea en ello un incentivo real para negociar con una voluntad genuina de paz.
Además, la noción de resistencia armada transforma el cálculo interno del ELN respecto a la paz, diferenciándolo de otras guerrillas. En lugar de preguntarse si pueden alcanzar la revolución, el ELN evalúa si los territorios bajo su control estarían mejor con su presencia y accionar que sin ellos. Desde su propia lógica, la respuesta es afirmativa: según su visión, sin su presencia, los territorios donde opera estarían en peores condiciones, incluso en términos de violencia.
Esto se refleja en su justificación para los conflictos que mantiene en regiones como Catatumbo, Arauca, Cauca, Bolívar, Antioquia y Chocó, donde argumenta que su lucha busca defender a las comunidades de la agresión paramilitar. Para el ELN, negociar la paz y dejar las armas implicaría, en su lógica, abandonar estos territorios a la merced del Estado y otros grupos armados, lo que refuerza su decisión de continuar en la guerra.
El segundo factor que diferencia al ELN de otras guerrillas es que, para su estructura organizativa, la paz no es la prioridad más importante: su mayor preocupación es la unidad interna. Si percibe que un acuerdo de paz podría fragmentarlo, simplemente no lo firmará ni avanzará hacia él. En términos generales, los procesos de negociación aumentan la probabilidad de que un grupo armado se divida, y muchas guerrillas están dispuestas a asumir ese riesgo con tal de lograr un acuerdo. Para el ELN, en cambio, la unidad es más valiosa que la paz, lo que condiciona profundamente su disposición a negociar.
El aspecto internacional del ELN, aunque no es excepcional en comparación con otros grupos armados en el mundo, también influye en su voluntad de paz. Sus operaciones en Venezuela van mucho más allá del spillover —cuando un conflicto traspasa fronteras—, ya que actúa como un grupo paramilitar al servicio del régimen de Nicolás Maduro. Está vinculado con altos funcionarios del gobierno venezolano y cuenta con cientos (o incluso más) de miembros que operan en ese país sin pisar territorio colombiano. Además, el ELN se considera a sí mismo un defensor del régimen en caso de una invasión extranjera, una posibilidad que Antonio García, su máximo comandante, ha mencionado con creciente frecuencia en sus columnas y publicaciones en redes sociales. Mientras el ELN se perciba como la primera línea de defensa de Maduro y continúe operando en Venezuela sin mayores obstáculos, es probable que su permanencia en la guerra pese más que cualquier posibilidad de negociar la paz.
Por último, otra discusión que ha ganado fuerza tras la reciente ofensiva del ELN en el Catatumbo es si este grupo puede seguir considerándose una guerrilla o si ha evolucionado hacia una organización puramente criminal. Los grupos criminales tienen dinámicas distintas en relación con las negociaciones de paz. Una diferencia clave es que su principal objetivo —obtener ganancias económicas— se sostiene gracias a su permanencia en la ilegalidad o, en el caso del ELN, en la guerra. Por lo tanto, el incentivo clásico para negociar, basado en la madurez del conflicto, probablemente tampoco resulta efectivo en este escenario.
Así las cosas, parece imposible negociar con el ELN. Sin embargo, no es así. En el corto plazo —durante el gobierno de Petro y posiblemente en el siguiente—, la viabilidad política de continuar el proceso de paz con este grupo será, en el mejor de los casos, baja. No obstante, la imposibilidad de derrotarlo militarmente sugiere que, tarde o temprano, será necesario sentarse nuevamente a la mesa para buscar una solución negociada.
En este período sin negociaciones activas, será crucial identificar otros incentivos que puedan motivar al ELN a optar por la paz. Afortunadamente, el desarrollo teórico sobre procesos de negociación ha avanzado más allá del concepto tradicional de “madurez del conflicto”. Explorar este universo de incentivos —y cómo interactúan entre sí— permitirá determinar cuáles podrían aplicarse al caso del ELN.
También será importante identificar y emplear “palancas” de presión para empujar al grupo hacia una negociación. Una de ellas, sin duda, es la presión militar, de modo que eventualmente el ELN concluya que resistir indefinidamente es insostenible. Sin embargo, esto será extremadamente difícil, ya que el grupo solo necesita convencerse de que seguir en la lucha, aun con pérdidas militares, sigue siendo su mejor opción. Además, con más de la mitad de sus combatientes en Venezuela —o con la posibilidad de cruzar la frontera con facilidad—, el ELN puede ver en su propia historia de “casi derrotas” la posibilidad de sobrevivir a una ofensiva estatal.
Por ello, la estrategia militar no puede ser la única herramienta de presión y debe diseñarse específicamente para las características del ELN. En este caso, la inteligencia será clave: bombardeos y grandes operaciones militares probablemente no sean tan efectivos como lo fueron contra las FARC-EP. En cambio, la desmovilización y captura selectiva de sus miembros debería ser una prioridad.
Otra estrategia es reducir su relevancia política. El Estado no necesita una negociación de paz con el ELN para avanzar en procesos participativos que definan e impulsen el desarrollo local y regional. Uno de los principales problemas de la política de Paz Total ha sido la falta de presión sobre los grupos armados mediante un mensaje claro de que el gobierno construirá la paz junto a las comunidades, con o sin ellos.
En esta línea, es pertinente reflexionar sobre el futuro del ELN tras un eventual acuerdo de paz. ¿Podría sostener una forma de resistencia desarmada efectiva? Si la respuesta es afirmativa, ¿bajo qué condiciones sería viable? Aunque esta es una discusión que el ELN debe resolver internamente, vale la pena analizar posibles escenarios desde fuera del grupo.
Por último, si este o un próximo gobierno decide que el ELN es simplemente un grupo criminal, deberá evaluar si una negociación sigue siendo una opción válida. En Colombia, la tendencia política ha sido combatir militarmente a los grupos criminales, mientras que con los grupos insurgentes de carácter político ha habido más disposición para negociar. Dado que la Paz Total incluyó diálogos con organizaciones criminales y esta estrategia ha resultado impopular, es posible que el próximo gobierno opte por enfrentar a cualquier grupo criminal exclusivamente con la fuerza.
En ese escenario, una mesa de negociación con el ELN sería poco probable y, aún más, que el grupo tenga una voluntad real de paz.
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